jueves, 23 de abril de 2015

Whiplash. Damien Chazelle. 2014.



Interpretar, una partitura, una película, es algo muy diferente como bien demuestra la película, en el segundo caso hay mucho de subjetivo, y este no es le lugar para abordar debates sobre la crítica cinéfila, literaria o de cualquier otro asunto. Sin embargo, para interpretar necesitamos un texto, un partitura, una película, en todos los casos partimos de una generalidad, unos la tocan a rajatabla otros miramos las diversas capas que atraviesan todo producto cultural, y a éste le atraviesan infinitas, tantas como personas puedan observarla. Dentro de las muchas parcelas que componen esta gran sinfonía jazzística donde el orden quiere imponerse a la música de la improvisación. Y es que la principal arteria que recorre el film es la relación entre el genio y la educación, entre el talento y el pudor de éste para manifestarse plenamente ante la multitud de impulsos que nos rodean.

Aquí ya comenzamos a interpretar de modo diferente, mientras los número y las cadencias determinan las notas en el compás, las vivencias y los aprendizajes van a forjar una interpretación nunca satisfecha plenamente por el retrato del cine actual. Mi visión del hecho educativo no coincide con la visión profética pero ensangrentada del profesor, director. Ni con su idea del fin del jazz ante el poco empeño del talento por brotar de las innumerables mentes y manos que lo pueblan. El sangre, sudor y lágrimas aplicados a un individualismo mal entendido determina prácticas incoherentes con el proceso de socialización que marca también nuestro devenir, y ha formado incluso críticas a una cultura del esfuerzo que aplicada de forma metódico racional puede ser más efectiva que el actual soborno de esta misma idea de superación ante el afán capital monetario. Las notas surgidas de ciertas lecturas, de ciertas comparaciones no pueden ser igualadas en pretensión precisa al ritmo perfecto de una sintonía, al golpe de pedal preciso o al súbito redoblar de los platillos, pero al menos iluminan desde ángulos pertinentes y argumentados desde cierta coherencia racional otras formas de ver siempre insinuadas aún en el reverso de la más perversa o bella imagen.

Lo mejor del film, la música y el montaje, respetando el sobresaliente trabajo de ambos actores que transmiten con sobriedad los distintos estado de ánimo por los que pasa principalmente el joven estudiante. Y es que el montaje es de una precisión milimétrica, acompasado por una música diegética que nos acerca a un jazz puro, de auténtica big band pero exclusivamente interpretado por una batería, alma del ritmo y de la cadencia de imágenes que van a ir acompañando las diferentes situaciones por las que debe ir pasando aquel que quiere ser un genio de lo suyo. ¿Y lo demás? Improvisar.

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