jueves, 20 de noviembre de 2014

Pépé le Moko. Julien Duvivier. 1937.



El amor y la ciudad pueden ser cárceles para el alma, pueden llegar a convertirse en algo ingrato una vez alcanzada la supuesta conformidad con el todo, una vez saciado el vacío que acompañan en su tránsito, en su devenir. Así le ocurre a nuestro protagonista en la cárcel que supone la colonia, el guetto en el que habita y domina sintiéndose libre, dándole incluso al amor esa característica de libertad que aparece al poseer, al ser correspondido. Pero la asfixiante atmósfera urbana que abriga ante la fría ley impuesta a las distintas colonias torna a la llamada del amor en un claustro verdaderamente ahogadizo, en la cárcel contrapuesta a ese París revivido y añorado ante la presencia de la mujer capitalina, ante los propios recuerdos y el ser de la verdadera libertad.

Asistimos a una película previa al realismo social, con una buena mezcla de poesía cinematográfica para reflejar algo más que una historia de amor donde la ciudad se convierte tanto visual como dramáticamente en un valor a traducir, donde los personajes tienen la fuerza y el realismo que inspira una crítica acertada, una representación muy alejada de los estereotipos actuales y mucho más de la época en que es rodada. Con el ejemplo de Marguerite Boulch (Fréhel) interpretando esa gran canción que resume mucho de la esencia humana que pretende transmitir un film noir alejado en parte del canon, se da a entender el sentido precario de un ser humano adherido a un tiempo que no es el suyo, a un tiempo técnico que oculta la emoción humana, esa propia que también interpreta Jean Gabin en su "Que faut-il?" cantándole a otro tiempo más cercano al divino, eterno, pero tan humano como el del reloj dominante. De ahí la grandeza de un film que cuenta más allá de lo explícito de un modo convencional y con una expresividad frecuente en todos los elementos que lo componen y dan sentidos a un final tan digno como poético.

El drama es la verdadera cárcel, ese que el tiempo avanza dentro de los instantes en los que concurre la felicidad es la prisión de cada día, un cercamiento más para la verdadera individualidad que en el interior de cada identidad es cuestionada a cada momento por su inclusión en el drama humano que imprimen las ideologías en su pugna con el libre albedrío que en realidad nos gobierna. Sólo la memoria y los recuerdos impiden que algunos vallados se impongan ante la vorágine de sentimientos e ideas que imprimen a los seres humanos.

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