martes, 29 de octubre de 2013

Historia del último crisantemo (Zangiku monogatari). Kenji Mizoguchi. 1939.



¿Qué se necesita para contar una historia con profundidad y un hondo sentimiento en cada pequeña narración que es cada plano? Ser Mizoguchi, ser un japonés acertando a manejar el plano en sus dimensiones dramáticas sin caer en el sentimentalismo del primer plano ni en la verbigracia del montaje. Ser un virtuoso en la puesta en escena, en hacer sentir a la cámara en movimientos cuya candencia acompañan el ritmo de la acción, desde un enamoramiento sincero, hasta los entresijos de la farsa, de la promesa, y del círculo en que toda escena acaba. La calidad sintáctica de las imágenes de Mizoguchi está en esa categoría de perfección a la que toda escuela narrativa audiovisual debe rendir homenaje. Perderse en cada travelling al tiempo que descubrimos, un antes y un después delimitado por movimientos y acciones, es un ejercicio al que el maestro japonés nos invita con el especial estilo nipón.

Y aquello que nos narra es tan importante como esa estética audiovisual, y con la misma parsimonia nos introduce en el mundo del teatro japonés del siglo XIX, en la sociedad histórica japonesa donde la mujer, como en el resto del planeta, es relegada a mero objeto. El halago fácil por la posición heredada es un síntoma tan antiguo, como moderno, y aquí, en ese mundo del kibuki, pertenecer a una saga, igualmente que en la mayoría de sociedades, otorga esa posición dominante, muchas veces tan inane como prepotente. Sin embargo, nuestro actor va a recibir en forma de amor el halago de la verdad, del apoyo e inmolación a una idea. El amor como abandono al ser del otro, al deseo del ser amado que no debe confundirse con el de ser amado. Aquí radica la fuerza del personaje femenino que a pesar de las ataduras sociales logra dar un sentido a su vida desde ese deseo que nace de la honestidad. Ejemplo de amor moral, muy en consonancia con el ordo amoris spinoziano, donde el sujeto no espera tanto del amor sino que se entrega a él sin esperar la certera correspondencia y respuesta simple. La vida fluye igual, el halago al final viene a significar lo contrario al amor, al este amor de renuncia que nuestro actor tuvo un día, y perdió en los espejismos de todo sueño. 

Y en torno al teatro y su delicada relación con la representación, con la realidad y con la sociedad, el maestro japonés suscita muchas de las problemáticas conceptuales en torno a esas relaciones. Ya en su forma y estilo se advierte el valor de sinceridad que debe acompañar al ejercicio cinematográfico, compañero e hijo de la clásica representación teatral. La escena cuando se mueve indica también un estado de ánimo tan patente como el de la propia acción. El travelling de la búsqueda desesperada en el tren es fiel reflejo de esto. En esta secuencia se condensa la principal idea de cine, y de la historia, que nos narra Mizoguchi, una historia de amor donde la tradición impide la renovación, donde los honores, merecidos e inmerecidos dan sentido a una cultura en cambio.

Y aunque nuestro protagonista prefiera ser amado, simplemente, y pierda la oportunidad de vivir otro sueño, basado en la fuerza de la realidad como muestra ella en su lecho de muerte, nunca ya podrá evadirse de la crítica benevolente sin pensar, conscientemente, de que lugar del cuerpo saldrá, si del corazón que un día conoció o de las tripas del tirano respeto.

Quizá le faltara algo de ese hamor del procomún del que habla la isla de ColaBoraBora.


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